Vadim fue sacerdote protestante en algún momento de su original vida. Ahora se entusiasma cuando habla de esos pequeños aparatos con los que dan caza a los soldados rusos. Desde un café a orillas del río Dniéper, en Kiev, la capital ucrania, muestra con los ojos como platos y una sonrisa de cierto orgullo imágenes grabadas por un dron en el momento en el que deja caer varios proyectiles sobre un objetivo en el frente de guerra en Ucrania. “Esas bombas pueden costar de 30 a 100 dólares, mientras que los misiles de las lanzaderas estadounidense Himars, unos 50.000″. O más. Una exageración consciente para mostrar la utilidad de lo que hace. Vadim, de 47 años, que prefiere no revelar su apellido ―”estamos monitoreados por los servicios especiales rusos”, explica―, es el ingeniero jefe de Aerorozvidka (Reconocimiento aéreo), un proyecto puesto en marcha hace ocho años por civiles para cooperar con el ejército con lo que tenían, sobre todo conocimientos técnicos, en la lucha frente a Rusia. “Así combatimos la idea de que solo los grandes ganan las guerras”, afirma Vadim. En la hoja de servicios de los drones de Aerorozvidka estará para siempre su labor en la contraofensiva para frenar un convoy ruso kilométrico que en marzo se acercaba hacia Kiev desde el norte.
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